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jueves, 21 de marzo de 2013

CERCA DEL RÍO (Saiz de Marco)


Yo, que nunca fui Tom Sawyer ni Huckleberry Finn, tuve en la infancia un río cerca de casa. Pero un río pequeño, sin islas, sin esclusas, sin barcos de vapor con ruedas de palas… Comparado con el Mississippi era un riachuelo. Y eso que el maestro decía que el Guadalquivir es navegable, pero (añadía a continuación) sólo desde Sevilla. Y yo no vivía en Sevilla sino cerca de las montañas donde aquel río nace. Así que para mí el Guadalquivir era una birria de río.

Además, en mi pueblo no había esclavos que se fugaran, ni tesoros escondidos, ni hijos de maleantes que vivieran solos.

Pero, a pesar de todo, un día estuve cerca de vivir una aventura.

Fue cuando la madre de Pedrito iba a cocinar a Dónald. Dónald (¡qué original!) es el nombre que le pusimos a un pato. Los padres de Pedrito criaban patos para comerlos. Pero nosotros jugábamos con ellos y nos encariñábamos. Especialmente con Dónald.

El día anterior al previsto para guisar a Dónald nos acercamos sigilosamente al corral, cogimos al pato, lo metimos en una mochila y fuimos al río a soltarlo.

El pobre pato temblaba de miedo. Cuando llegamos a la orilla ni siquiera quería salir de la mochila. Así que hubo que sacarlo a la fuerza. Pero, cuando al fin sintió el olor del agua, dijo “cuac”, echó a andar patosamente y se zambulló.

Lo seguimos con la mirada hasta que, en un recodo del río, se alejó para siempre.

De regreso al pueblo, Pedrito tenía miedo de la reacción de sus padres. “La que me va a caer encima”, se quejaba.

Y fue entonces cuando, de camino a Baeza, tramamos nuestra evasión: si sus padres le pegaban o castigaban, nos escaparíamos juntos.

Sería la gran hazaña de nuestra vida: fugarnos e irnos al campo, vivir en una cabaña o en una cueva… Una aventura digna de Tom y Huck.

Pero no. No pasó nada de eso. Sus padres apenas le regañaron. Comprendieron que para Pedrito era muy duro aceptar que matasen al pato, y decidieron no criar más animales.

De modo que así se frustró nuestra evasión.

Yo seguí leyendo relatos de salón y aventuras de papel. Aventuras, sobre todo, ajenas: narraciones de Twain, libros de “Los Cinco” (de Enid Blyton) y de “Los Hollisters” (que no sé quién escribía).

Y siempre con envidia, porque el mundo estaba lleno de aventuras pero ninguna se hizo para mí.

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