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miércoles, 16 de julio de 2014

LA COLINA 155 (Sergio Ramírez)


La palabra manjol viene del inglés manhole. Es el hueco que da acceso a las alcantarillas. La falta de la tapa del manjol puede ser causa de graves accidentes para los conductores de vehículos inadvertidos, y peor, para los peatones, sobre todo si se aventuran de noche por la media calle. Esta clase de accidentes se ha multiplicado en los últimos tiempos en Nicaragua, debido al alza exagerada en los mercados internacionales del precio de los metales que se usan para fabricar las tapas --hierro, cobre, bronce, etcétera--, lo cual pone a estos objetos en la mira constante de los ladrones.

El precio del cobre, por ejemplo, se ha triplicado en cinco años y ha alcanzado 16.000 dólares por tonelada, mientras que el valor del plomo ha llegado a un récord histórico de 4.000 dólares por tonelada, precio similar al del bronce. La causa principal es el consumo voraz de esos metales por parte de países como China o la India, que han acelerado sus inversiones industriales y de infraestructura.

Este fenómeno alienta a los talleres de fundición en Managua a comprar de manera inescrupulosa piezas y artículos metálicos que son producto del robo, y así desaparecen constantemente, además de las tapas de los manjoles, los cables del tendido eléctrico y telefónico, los cables coaxiales y de fibra óptica con blindaje que transmiten las señales de televisión e Internet, los medidores del servicio de agua potable, y los hidrantes. No se salvan los objetos sagrados de las iglesias, ni las verjas y adornos funerarios de los cementerios, ni tampoco los prohombres ilustres, como ocurrió con el busto de bronce del general Bernardo O´Higgins, recuperado por la policía una madrugada de manos de una cuadrilla de ladrones a quienes dieron persecución después que lo habían separado de su pedestal en la avenida de los Próceres de América, y lo transportaban en una carretilla de mano con la intención de venderlo a una chatarrería para ser fundido.

(Otro metal que goza de alta demanda es el aluminio, pues dada su ligereza de peso, su flexibilidad y resistencia, ya se sabe que es útil en la fabricación de envases desechables, sobre todo latas de bebidas, y permite el reciclaje. Quienes se dedican a recogerlos lo hacen sin exponerse a cometer acciones delictivas, pues generalmente se los encuentra en los tachos domésticos de basura, y en los de restaurantes, hoteles, discotecas y cantinas).

Había escrito lo anterior buscando la manera de dar inicio a esta historia, pero me está apartando del tema, y es lo primero que recomiendo a mis alumnos en los talleres literarios: una vez que se ha hecho la escogencia del asunto central en un cuento, no alejarse nunca de él y enfrentarlo sin rodeos. Al toro siempre por los cuernos.

Pero aún así, viéndolo bien, el asunto de los manjoles y las latas me da dos posibilidades de abrir la narración, que vamos a llamar A y B:

En la posibilidad A, un hombre de unos cincuenta años, que calza unas viejas botas militares, camina la mañana de un miércoles, a eso de las ocho, a la par de su hijo, por una de las calles sombreadas de acacias de los Altos de Santo Domingo, en el área residencial del sur de Managua, empujando un carretón. El hijo tiene unos doce años. El oficio del hombre es esculcar en los tachos de basura, con la ayuda del niño, en busca de latas desechadas de cerveza y bebidas gaseosas. Nada más de lo que hay en los tachos le interesa. Es miércoles porque ese día pasa por el sector el camión recolector de la Alcaldía Municipal, y los tachos son sacados a las aceras desde temprano. Ambos hacen el trabajo de la manera más callada posible para no poner en advertencia a las empleadas domésticas a quienes no les gusta para nada que revuelvan la basura que luego queda derramada sobre la acera.

Pero da la casualidad de que esa mañana, en la puerta de servicio de una de las residencias, una empleada de uniforme celeste y delantal blanco está recibiendo de un mensajero montado en su motocicleta la factura de cobro de la luz eléctrica, y ve venir al hombre y al niño. La empleada es joven y agraciada, y su pelo negro luce húmedo porque acaba de bañarse. Ya los conoce, se ha peleado algunas veces con el hombre del carretón debido a los regueros de basura, por lo que él intenta pasar de largo; para su sorpresa, la muchacha lo llama, le dice que adentro hay montones de latas, y se las ofrece.

Podríamos anotarlo como un rasgo repentino de generosidad, pero lo cierto es que la noche anterior ha habido allí una fiesta de cumpleaños con abundantes invitados. Es un excelente trato. Ella se libera de una carga, porque le tocaría recoger las latas, meterlas en sacos de plástico negro y sacarlas a la vereda. Él recibe a cambio un tesoro, el equivalente de toda una mañana de búsqueda, adelantándose al paso del camión, que lo llevaría fuera de los linderos de Los Altos, hacia Lomas de Santo Domingo y el Mirador.

Es por esa razón que el hombre y su hijo, la muchacha por delante, entran a la residencia por la puerta de servicio, un tanto temerosos, y siguiendo una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada, bordean una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos que resguarda una piscina de aguas turquesa, para llegar hasta el rincón donde la noche anterior estuvo instalado el bar, la larga mesa de patas metálicas plegables ahora desnuda del mantel aún allí, y al lado de la mesa unas jabas de vasos de alquiler y dos grandes recipientes de zinc que sirvieron para enfriar las latas de bebidas. El hielo ya se ha disuelto por completo en los recipientes, y en el agua nadan algunas latas que no llegaron a ser abiertas. Junto a un muro coronado por una frondosa mata de buganvilia, está el túmulo de latas vacías que los meseros fueron tirando de manera indolente, algunas de ellas estrujadas.

La muchacha desaparece por un momento, y regresa con un atado de bolsas plásticas negras de las gigantes, que ellos de inmediato despliegan y comienzan a llenar. También hay botellas. Botellas de whisky, vodka, ron, tequila, pero ya se ha explicado que al hombre sólo le interesan los envases de aluminio, y por tanto las deja de lado, a pesar de las instancias que ella les hace. En total llegan a llenar cinco bolsas. En el primer viaje hacia el carretón el padre va cargando dos, el niño una.

Cerca de la piscina de aguas turquesas hay un pabellón abierto al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. El piso es de ladrillos de barro barnizados que brillan a la luz encandilada de la mañana, y hay una hamaca de manila colgada de dos argollas empotradas a los pilares, y una mesa de fierro con sobre de vidrio rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos.

La muchacha, que va siempre adelante, abriéndoles el paso, es la primera que se sorprende al ver en el pabellón al dueño de casa, en pijama, sentado en la silla de ruedas, con el periódico de la mañana en el regazo. Ya estaba allí desde antes seguramente, sin que ninguno de los tres lo notara, cuando pasaron en busca de las latas. La fiesta de su cumpleaños terminó tarde, cerca de las cuatro de la madrugada, y ella lo hacía dormido. Detrás de la silla de ruedas está de pie una enfermera, impecablemente vestida de blanco almidonado, asida a los manubrios.

El hombre que carga las dos bolsas de plástico negro ha descubierto también al ocupante de la silla de ruedas, y un impulso natural lo hace detenerse, con lo que también se detiene, a su vez, el niño que sigue sus pasos. Y los ojos del hombre no se entretienen en su cara, sino en que le falta una pierna, mutilada a la altura de la rodilla. La pernera del pijama se halla cuidadosamente doblada en ese punto, sujeta por una gacilla.

Le ralea el pelo que tira a rojizo por la tintura con que lo tiñe, y la piel se le afloja en dos bolsas fláccidas bajo los ojos. Su color es malo, el color de los enfermos crónicos de diabetes mellitus. Huele de lejos al olor dulzón y triste de azahares macerados del agua de colonia Tres Coronas con que seguramente la enfermera lo fricciona después del baño, las espaldas, el pecho, el cuello, el cuero cabelludo.

El inválido mira al hombre primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. El hombre se queda mudo y deposita las bolsas en la grama, como si hubiera sido sorprendido robando. Mientras tanto el niño, su hijo, a sus espaldas, conserva la suya siempre colgada del hombro.

En la posibilidad B, el barrio residencial es el mismo de los Altos de Santo Domingo, pero en horas de la madrugada, un poco antes de que comience a aparecer el sol. La calle sembrada de acacias en las veredas, también es la misma. Por en medio, porque no hay a esas horas ningún tráfico de vehículos, un carretón tirado por un caballo canoso y escuálido avanza desbocado. En el pescante, tajona en mano, un hombre de unos cincuenta años, calzado con unas viejas botas militares, lo apura a correr más allá de lo que dan sus pobres fuerzas, mientras, sentado a su lado, su hijo de unos doce años se agarra con miedo de la pretina de su pantalón. Detrás viene dándoles persecución una radiopatrulla de la policía, y el agente que viaja al lado del conductor ya ha hecho dos disparos de prevención al aire. La sirena, que emite un ladrido agresivo de manera intermitente, no deja de sonar.

El caballo, agotado, se derrumba sobre sus patas delanteras, el eje del carretón se quiebra, y la caja, que queda suelta atrás, se volantinea contra la cuneta derramando su contenido oculto debajo de una lona, tapas de manjoles que ruedan por el pavimento como grandes monedas que luego se derrumban pesadamente, en tanto los ocupantes del carretón, repuestos de la caída, emprenden la carrera calle arriba perseguidos por dos de los agentes de la radiopatrulla que ha frenado bruscamente, mientras otros dos examinan el botín desparramado en la calle, siete manjoles en total.

Corren. El hombre de cincuenta años es flaco y ágil, entrenado en su juventud para huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto, y al hijo, sus doce años le ponen alas en los pies. Los policías, en cambio, están fuera de forma. A uno de ellos le pesa la barriga tanto como los años, y el otro es un policía de escritorio, que debe hacer suplencias en las rondas nocturnas. Así que, aunque llevan ventaja, el hombre teme a los disparos, y tras unos trescientos metros de carrera abierta, toma la iniciativa de saltar por encima del muro de una residencia, el que le parece menos alto, a pesar de que se halla coronado por una serpentina de alambre de púas de acero, filosas y amenazantes, y lo mismo hace el hijo.

Caen al otro lado sobre un mullido colchón de grama mojada por el rocío de la madrugada, las manos, los brazos y las piernas desgarradas por el filo de las púas, y avanzan en cuatro patas hasta alcanzar una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada. Frente a ellos hay una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos, y detrás de la alameda una piscina que duplica el gris del cielo, que es también el gris de todas las cosas que van apareciendo, volviéndose reales, como la copia de una fotografía que chorrea agua colgada de una cuerda en el cuarto de revelado, símil quizás poco útil en los tiempos que corren.

A contra mano de la piscina, donde termina el colchón de grama húmeda, hay un pabellón en sombras al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. Una hamaca de manila cuelga de dos argollas empotradas a los pilares, y en el piso de ladrillos de barro descansa una mesa de fierro con sobre de vidrio, rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos.

Exactamente en el mismo lugar está el inválido en su silla de ruedas. Una sombra entre las sombras, con el mismo pijama, la pernera doblada a la altura del muñón de la rodilla, prensada con una gacilla. Siempre madruga. Después de las cinco de la mañana le es difícil conciliar el sueño. Detrás de la silla, la enfermera, vestida impecablemente de blanco almidonado, se mantiene de pie, asida a los manubrios.

La luz estalla de pronto, violenta, encendiéndolo todo, como si el amanecer fuera una explosión de magnesio. En el mismo instante empieza a hacer calor, un calor pegajoso, y el inválido mira al hombre en cuatro pies, cubierto de heridas, primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. El hombre se queda mudo, mientras tanto el niño, a sus espaldas, es el primero en incorporarse y se agarra el hombro donde la sangre mancha la camisa desgarrada. Detrás de ellos, tres guardaespaldas fornidos que han salido de la nada, las guayaberas demasiado cortas, los apuntan con sus escopetas recortadas.

El hombre se incorpora también, temeroso, y se acerca al hijo como si quisiera darle protección, o recibirla de él, mientras tanto afuera alborotan los policías pulsando repetidamente el timbre. Los ladridos de la sirena de la radiopatrulla, estacionada frente a la acera, suenan con insistencia. La muchacha de uniforme celeste y delantal blanco, la misma que quería deshacerse del exceso de latas de la fiesta de cumpleaños, el pelo negro húmedo, ha ido a la puerta de servicio y conversa con los policías a través de la cancela. Después se acerca al inválido, se coloca respetuosa frente a él, y antes de que pueda pronunciar una palabra, recibe la orden de notificar a los policías que de ninguna manera pueden penetrar en la residencia sin orden judicial. Y punto. Es lo que dice cuando termina de transmitir sus instrucciones: y punto.

Pero, además, con un gesto imperioso de la mano, ordena a los vigilantes que se retiren, y de mala gana retroceden hasta el fondo del jardín, cerca del garaje donde hay estacionados un todo terreno Mercedes Benz 240 plateado, una Suburban negra que parece una carroza funeraria, y un Lexus 600 gris, y desde allí siguen poniendo ojo, desconfiados, a lo que acontece.

Las voces de los policías se apagan afuera, se oyen los portazos cuando suben a la radiopatrulla, la sirena ladra un par de veces más, y luego se alejan. Entonces el inválido alza el rostro hacia la enfermera, le dice algo en voz baja, y ella desaparece para regresar con un botiquín de primeros auxilios que deposita en el sobre de vidrio de la mesa de fierro.

El inválido los invita con un gesto galante de la mano a acercarse para la curación. El hijo se adelanta de primero. Las heridas de ambos son casi todas superficiales, la enfermera las desinfecta con tintura de mercurio cromo, y en algunas aplica apósitos de gasa que asegura con vendajes elásticos. Mientras tanto la empleada de celeste ha recibido instrucciones del inválido de ir a la cocina y ordenar a la cocinera que prepare un buen desayuno para los huéspedes. Ha dicho eso mismo: un buen desayuno. Y ha dicho huéspedes.

Ahora las alternativas A y B se juntan, y la historia ha de correr por un mismo cauce. El hombre que recoge latas vacías con su hijo, o que roba manjoles, perseguido una madrugada de tantas por la policía, sabe, o supo, huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto. Para los fines de este relato, son la misma persona.

El inválido es también en ambos casos la misma persona. Ahora está enfermo de diabetes mellitus, le han amputado una pierna, tiene mal color, y sus carnes se han aflojado, pero en su juventud, igual que el hombre que ahora termina de ser curado de sus heridas, supo huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, y atravesar corrientes con el fusil en alto.

Lleva ya tres años en la silla de ruedas y la amputación se debió a una gangrena. Sus célebres fiestas de cumpleaños, sin embargo, con doscientos o más invitados, grandes juergas que duran hasta el amanecer, se siguen celebrando en su residencia, aunque lo que él tome ahora sea Coca Cola dietética mientras la parranda, amenizada con dos orquestas que se turnan, la última vez La Sonora Dinamita traída desde Monterrey, y los Tigres del Norte desde Los Ángeles, discurre alrededor de su silla de ruedas, asentada en el pabellón, hasta donde los invitados se acercan a rodearlo en turnos bulliciosos.

Esa última, la más rumbosa de todas, tuvo lugar algunas semanas atrás y fue para celebrar sus cincuenta años, con lo que se comprueba que, no siendo tan viejo como parece, es la enfermedad la que lo arruina. Hasta el comandante, de cuya plena confianza goza, y que nunca va a fiestas, se hizo presente por una escasa media hora.

El inválido, abogado de profesión, no tiene ningún cargo público, ni es miembro del partido, pero detrás de los bastidores controla el aparato judicial de todo el país, y la voluntad de los magistrados y jueces que dictan las sentencias, se trate de juicios penales, civiles o laborales, y sin su visto bueno no se inscriben propiedades en el Registro Público. Es un poder que le ha sido delegado, y lo ejerce con discreción, y con holgura. Nunca equivoca las instrucciones recibidas, ni admite vacilaciones en el cumplimiento de las que él transmite; se sabe la biela maestra de una máquina que tritura enemigos y favorece a los leales, y rinde, además, tanto a sus mandantes como a él, en las proporciones adecuadas, beneficios pingües, palabra ésta preferida suya porque suena un tanto cínica, por poco usual.

Divorciado desde joven, le nacieron de aquel matrimonio dos hijos, un varón y una mujer. El varón murió en un accidente de tránsito viniendo de un balneario un sábado de gloria, y la mujer de lupus eritematoso en un hospital de Houston, ambos solteros, por lo que ya no tendrá descendencia. Por instrucciones suyas, que nadie discute por absurdas que parezcan, las habitaciones de ambos siempre están listas, las camas vestidas cada semana, los baños con las toallas que huelen a detergente colgadas en los toalleros, los jabones enteros en las jaboneras, su ropa colgada en los percheros de los closets, los aparatos de aire acondicionado sin apagar nunca su rumor.

La muchacha de uniforme celeste y delantal termina de tender el mantel sobre el cristal de la mesa de fierro ya librada de los frascos de tintura, las vendas elásticas, las tijeras y los apósitos, que han vuelto al maletín de primeros auxilios, y luego coloca la vajilla y los cubiertos. El inválido da voces para que urjan a la cocinera a terminar de preparar el desayuno, como un actor ansioso de entrar en escena que espera la subida del telón, y no quiere que ningún ir y venir de azafates, picheles y cafeteras, interrumpa lo que tiene que contar, los oídos de la muchacha de celeste, de la enfermera almidonada, de los guardaespaldas de guayaberas apretadas, libres de distracciones y puestos en sus palabras.

Y lo que tiene que contar tiene que ver con aquel hombre de ropa manchada de sangre y desguazada por el filo de las púas de la serpentina. Lo reconoció de inmediato a pesar de que aún no amanecía. Han pasado muchos años, pero su cara no se le ha perdido. Y enfermo, condenado a la silla de ruedas, solo como ha quedado en el mundo, aunque tiene fama de cínico, y el cinismo pasa por ser un atributo de los desalmados, se precia de ser de corazón generoso. Soy de corazón generoso, le está susurrando como preámbulo a la enfermera que a una indicación suya se ha acercado desde atrás a su oído, sobre todo, le dice, si de por medio están los recuerdos del pasado, allí donde lo ve, ese hombre que anda de delincuente con su hijo robándose las tapas de los manjoles de la calle, es como mi hermano. Fue como mi hermano, se corrige.

Cuando han traído por fin el desayuno, y el inválido comienza a contar con entusiasmo y picardía la historia que ya desesperaba en su boca, supone que el hombre está recordando lo mismo, y por eso busca a cada paso su complicidad, y lo insta a ratificar lo que va diciendo.

Pero el hombre nada más se aplica en comer, los ojos muy abiertos cada vez que traga, como si lo dominara un sentimiento de incredulidad, mientras el niño apuña cada bocado con los dedos y se llena los dos carrillos. Un desayuno como ése, jugo de naranja, frutas cortadas en grandes trozos, huevos entomatados, gallopinto con hilachas de carne revueltas en el arroz y los frijoles, tajadas de queso frito, tortillas de maíz recién salidas del comal, y pan tostado, pan dulce, mantequilla, jalea de guayaba, café con leche, no forma parte de las realidades de su vida cotidiana; para empezar, desayunan de pie cada madrugada, aún oscuro, en el cuarto de tablas mal ajustadas del reparto Schick, que es a la vez cocina y dormitorio, antes de salir con el carretón a su faena por las calles, y todo consiste en un pocillo de café aguado, y un bollo de pan frío repartido entre ambos, que el hombre deja cada noche envuelto en un pedazo de periódico para librarlo de las cucarachas. La mujer del hombre, y madre del niño, se fue a rodar fortuna a Costa Rica y nunca más volvieron a saber de ella.

Ya se sabe que el inválido no puede probar nada de lo que ha mandado a servir a sus huéspedes, y de vez en cuando se interrumpe para mordisquear una tostada medio quemada a la que la enfermera se ha encargado de untar mantequilla falsa de la marca I can´t believe it´s not butter!, y mermelada de frambuesa también falsa, endulzada con fructuosa. Y lo que bebe es una pálida infusión de manzanilla.

Pero es hora de escuchar lo que el inválido cuenta. Lo que está contando es acerca de la colina 155, como se conoció a la colina Miraflores en los mapas militares durante la lucha de liberación, librada en 1979 contra la dictadura de Somoza. La colina se halla al borde de la frontera con Costa Rica, en la franja entre el Gran Lago de Nicaragua y el océano Pacífico, muy cerca del poblado marítimo de El Ostional, toda el área un terreno de elevaciones de poca altura, cada una numerada, y cada una peleada a muerte, entre avances y retrocesos, conquistas y desalojos, en lo que se convirtió en una verdadera guerra de posiciones entre las fuerzas guerrilleras del Frente Sur “Benjamín Zeledón” y las tropas de la Guardia Nacional, que nunca se resolvió a favor de ninguna de las partes, hasta que Somoza huyó del país cuando los otros frentes guerrilleros confluían hacia Managua.

Tanto el hombre como el inválido formaron parte de la columna “Iván Montenegro”. Se habían juntado en Costa Rica donde recibieron entrenamiento militar intensivo en una finca vecina al volcán Arenal, y luego fueron trasladados a Liberia y alojados en la misma casa de seguridad de donde salieron, ya armados y equipados, para cruzar la frontera, y es más, el hombre que sigue atragantándose a cada bocado era su jefe, éste que ven aquí era mi jefe, el jefe de mi destacamento, ¿se imaginan ustedes que yo le obedecía, me cuadraba ante su voz de mando?, tenía que pedirle permiso hasta para ir a orinar a este cabrón que, de paso, tenía mal carácter, los ojos del inválido chispean traviesos, compartieron la trinchera, compartieron el rancho de guineos cocidos y frijoles en bala, y hasta compartieron la misma muchacha de 16 años que les llevaba la comida, hija de un pescador de El Ostional, pero eso sí que no lo supiste, hermano, quien sabe qué castigo me hubieras puesto, y como si se excusara de su confesión de promiscuidad vuelve la cabeza para mirar a la enfermera, así es la guerra, le dice, una revoluta del carajo, y se encoje de hombros.

Se había escapado de su casa en Granada, de su familia y de sus apellidos, y había dejado sus estudios de derecho en la universidad de los jesuitas en Managua, que sólo pudo retomar años más tarde, para sumarse a la guerrilla. El Frente Sur hervía de combatientes y pudieron no haberse visto nunca, pero el destino los puso juntos desde que se encontraron en el campamento del volcán Arenal hasta el final de la guerra, cuando entraron victoriosos a Managua en el mismo camión de transporte de ganado, allí nos perdimos el rastro, hasta hora, hermano, ¿cuántos años?, pregunta el inválido al hombre, hacé la cuenta, treinta años, como quien dice nada.

El hombre, saciado por fin su estómago, mira al inválido con la misma fijeza de antes. Eructa sin miramientos. Cualquiera sabe del poder de su anfitrión, hay que hacer antesala por días para verlo, pero eso es algo que no tiene modo de llegar a los oídos de quien roba manjoles o busca latas vacías en la basura, y ni siquiera se entera de las noticias porque el último radio de transistores que tuvo quedó inservible hace años.

No sabe nada de la tajada que el inválido lleva en cada arreglo de pleitos judiciales que se resuelven según él mismo inclina la balanza, de las propiedades costaneras que quita de manos de inversionistas desprevenidos, kilómetros de playas, una bahía tras otra, algunas muy cerca del Ostional, precisamente allí donde se alza la colina 155, todo lo que un día serán hoteles de cinco estrellas, complejos residenciales para retirados extranjeros, marinas para yates de pesca y recreo, campos de golf. Cuando alguien no quiere vender, los registros catastrales son anulados, o aparecen partidas de campesinos armados que se toman la propiedad alegando títulos de reforma agraria de tiempos de la revolución, y no desalojan hasta que el dueño insumiso dobla el brazo, y cede a una sociedad anónima, de las que el inválido tiene docenas en cartera, la mejor porción de las tierras.

Pero tampoco es que el inválido le esté contando nada de eso al hombre. Es algo de lo que no hablaría ni con sus hijos adorados si estuvieran vivos. Lo que le está contando es otra vez lo mismo, la trinchera que se llenaba con el agua de la lluvia, las cortinas de tierra y cascajos que levantaban los obuses disparados desde lejos por las katiuskas que la dictadura argentina había regalado a Somoza, los aviones push and pull cuya aproximación adivinaban por el insistente ronroneo de sus motores, o por el deslumbre del sol en sus alas antes de que soltaran su carga de cohetes que dejaban en llamas los pocos árboles del paisaje, los proyectiles que las más de las veces estallaban en el agua, cerca de la playa, disparados desde los barcos de carga de la Mamenic Line, la compañía naviera de Somoza, artillados de manera improvisada con cañones sin retroceso, y, otra vez, la muchacha de 16 años que compartían, y que ahora el inválido recuerda se llamaba Susana, ya no era virgen cuando llegó a mis manos, no se a vos cómo te fue, si la estrenaste o no la estrenaste, le dice al hombre, y adorna esta parte de la historia con una carcajada escuálida que no encuentra eco en la enfermera impasible a sus espaldas, ni en la empleada de celeste que se ocupa de recoger el servicio del desayuno, ni en el hombre, ni en el niño, pero sí en los guardaespaldas que escuchan desde las vecindades del garaje, y, sumisos, enseñan los dientes al reírse.

La verdad, lo que el hombre quiere es irse, pero le teme a la puerta y a lo que hay detrás, a lo mejor los policías los están esperando afuera. ¿Y qué habrá sido del caballo canoso, derrengado en la carrera, su posesión más valiosa junto con el viejo carretón del que sólo quedaron los restos en el pavimento? Calla, no por malagradecido. El inválido no sólo no lo denunció, sino que apartó a los guardaespaldas armados de escopetas, mandó que los curaran, y luego que les sirvieran de desayunar hasta hartarse. Calla porque esa cara avejentada por la enfermedad no le dice nada, debe ser cierto que estuvo en su destacamento pero él no lo recuerda, la fuerza bajo su mando era de doce a quince hombres, nunca los volvió a ver desde entonces, y sería incapaz de recordar sus caras, como tampoco recuerda ya las caras de los muertos en combate.

Les llevaban la comida a veces desde el Ostional, dependía de las condiciones, si había o no bombardeos, si había o no alguna contraofensiva de la guardia, aunque, hasta donde él recordaba, eso nunca le tocó a Susana, eran colaboradores varones los responsables de esa tarea. Pero a lo mejor, de otra manera no la llamaría por su nombre. A Susana la conoció en la playa, una vez que bajó a bañarse. Para eso se necesitaba un permiso del mando de la columna, grupos de tres o cuatro que salían sigilosos del campamento antes del amanecer, dejaban que la tumbazón les escurriera la suciedad, mientras uno de ellos montaba guardia, para luego ponerse de nuevo los uniformes sudados que habían quedado en la arena, junto con las botas endurecidas de lodo, y los equipos de combate.

Se bañaba vestida con unos bluyines y una blusa de nylon, y cuando se volteó hacia él, su brassier transparentaba bajo la blusa. Era un brassier rojo. Ella le sonrió, mientras se llevaba las manos a la cara para escurrirse el agua. Hablaron unas pocas palabras. Le propuso, como en un juego, una cita para esa noche en un punto entre el pueblo y el campamento, y, para su sorpresa, ella aceptó. Siguieron encontrándose. ¿Dónde se habrá visto con el inválido, si es que se vieron?

A la semana de estar acampados en Managua Susana vino a buscarlo, preguntando dio con él en los predios de la mansión El Retiro de Somoza donde estaba acuartelada la tropa del Frente Sur, vivieron juntos varios años, a él lo pusieron en la escolta de uno de los comandantes de entonces. Se aburrió. No se acuerda si es que pidió su baja, o desertó. Si alguien desertaba entonces no era tan grave, no había registros, ni archivos, ni nombres propios, sino seudónimos. Su seudónimo era Abel. ¿Cuál sería el seudónimo del inválido?

Después empezó a probar de todo, cobrador de un bus urbano, celador de una bodega de materiales eléctricos de donde se llevó un rollo de cables y fue a dar por primera vez a la Cárcel Modelo en Tipitapa que estaba llena de guardias nacionales, los mismos que él había combatido en el Frente Sur, pasó luego a acarrear canastos en el mercado Oriental, a vender mercancías en las esquinas de los semáforos, Susana vendía billetes de lotería, luego se metió a carterista, armada de un cuchillo de zapatería se iba a recorrer los pasillos de Metrocentro haciendo que veía las vitrinas, y con el cuchillo cortaba las carteras de las mujeres para meterles mano hasta que un día la agarró la Policía Sandinista, y cuando la soltaron se regresó al Ostional sin darle parte a él y ya no volvieron a verse, entonces conoció a su segunda mujer que fue la que le dio el hijo, y luego se fue por veredas a Costa Rica dejándoselo tiernito. Si el inválido también se hizo de Susana en la guerra, o si la está confundiendo con otra, porque ella nunca llevó comida al campamento, de eso está seguro, no es asunto que quiera aclarar ahora, lo que pasó pasó, y si hubiera sido así no se le quita por eso el agradecimiento, tampoco de la cara de Susana se acuerda ya mucho y si se la encontrara ahora en la calle quién sabe si la reconocería, y peor si acaso ha botado los dientes.

Y estaba pensando de nuevo en su caballo cuando se dio cuenta que el inválido había pedido a la enfermera acercar la silla de ruedas, de manera que pudiera abrazarlo. Lo abrazó. Y ahora estaba diciendo, otra vez en voz alta, para que todos lo oyeran, que le estaría eternamente agradecido al compañero Abel por haberle salvado la vida, ¿siempre te llaman Abel?, este hombre que está aquí me salvó la vida, porque veníamos corriendo en retirada, la guardia nos estaba arrebatando la colina, habíamos abandonado las trincheras, al artillero de la 30-30 lo habían matado y no había como detener el avance enemigo, entonces sentí algo así como un mordisco en la rodilla y era que me había alcanzado un charnel, caí de bruces y me quedé solo en descampado mientras ya se veían los cascos de los soldados asomar entre los matorrales, y este hombre se regresó, arrastrándose bajo la balacera llegó hasta donde yo estaba y a como pudo me llevó hacia la hondonada donde el resto del destacamento había hallado refugio. Si no fuera por él, no estaría yo con vida.

Ahora el hombre recordaba algo de eso que el inválido estaba contando. Pero no era una sola vez que había hecho aquello, regresarse bajo el tiroteo a rescatar a algún compañero bajo su mando que se había quedado rezagado en la retirada, herido de bala o alcanzado por los charneles. Una vez el jefe de la columna dijo que iban a condecorarlo por eso, pero no había entonces condecoraciones, y cuando las hubo, ya pasado el día del triunfo, nadie volvió a acordarse de lo que el jefe de la columna había llamado “sus actos de heroísmo más allá del deber”, o cuando lo buscaron para condecorarlo ya no estaba, porque había sido dado de baja, o había desertado. ¿Quién era el jefe de la columna? No recordaba su nombre. Alto, fuerte, rubio, barbudo, empecinado, pero no recordaba su nombre, desayunaba, almorzaba y cenaba una lata de sardina en cada tiempo, eso era todo lo que comía, y por eso olía siempre a sardina, el aliento, el sudor.

El inválido lo abraza de nuevo. De verdad se está quedando calvo. Y lo que siente ahora en sus narices es una mezcolanza de orina y agua de colonia. El hombre no lo sabe, pero el inválido sufre de incontinencia urinaria. El pelo que ralea en su cabeza, el tufo a orines, la pierna amputada, despiertan en él una mezcla de piedad y repugnancia. Nunca quisiera verse sentado en una silla de ruedas orinando en una bolsa de plástico colgada abajo del espaldar.

Ha llegado, por fin, la hora de la despedida. Van a ser las ocho de la mañana, y la casa se ha puesto en movimiento. Entran los choferes, aparecen los jardineros, más guardaespaldas, abogados auxiliares, dos secretarias, el inválido tiene sus oficinas en otra ala de la casa. Es una de las secretarias la que ha ido por el dinero, según las instrucciones que le da, cinco billetes de cien córdobas cada uno, tostados de tan nuevos, que le entrega al hombre con la última de sus gratas sonrisas de complicidad. Y vuelve a insistir, con emoción, mirando las caras de todos los presentes: me salvo la vida, allí donde lo ven, este hombre me salvó la vida.

No te perdás, le dice cuando lo despide, cuando necesités de mí, ya sabés que estoy a tus órdenes. No tenés por qué andar robando, un día te puede costar caro, y a este muchacho lo mandamos a la escuela. Podés quedarte conmigo, como jardinero, o en alguna de mis fincas. El hombre nota que no ha dicho mi finca, sino mis fincas. Podés trabajar en los almácigos de café, en las lecherías, lo que querrás. Hasta de tractorista, podés aprender a manejar un tractor.

El hombre recibe los billetes y se los mete rápidamente en el bolsillo, como si se tratara de dinero mal habido. El temor de salir a la calle queda disipado porque uno de los choferes recibe órdenes de llevarlo junto con su hijo al lugar que él indique. Se suben al asiento trasero de la Suburban negra, de vidrios polarizados, que por dentro huele a cuero y a desodorante ambiental. El chofer mira a sus pasajeros con desconfianza a través del espejo retrovisor, y pregunta adónde. Al reparto Schick, nos deja por el tanque rojo, responde el hombre con voz tímida.

En la calle el chofer bordea los restos del carretón, que siguen allí. Nadie los ha levantado. Tampoco han levantado al caballo muerto, rondado por las moscas.


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