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lunes, 13 de octubre de 2014

QUIEN NO TIENE DINERO NO TIENE ALMA (António Lobo Antunes)


La casa es la misma pero todo ha cambiado. No en la casa, claro, ni en el patio, ni en la mimosa. Y en las habitaciones los objetos de siempre, los edificios de costumbre frente a las ventanas, el olor igualito, el silencio idéntico. El grifo habitual goteando, pausado, en la bañera. El aparador, la mesa, el sillón de cuando usted era pequeña. Sólo que ahora no está. En la planta baja la cocina, el comedor, el cobertizo del lavabo, el muro al que le falta un pedazo en el lado del callejón; por ahí tampoco hay diferencias y entonces pienso si todo ha cambiado o si el que ha cambiado he sido yo. Tal vez he sido yo porque usted ahora no está. Y como no está las cosas cobran un significado diferente, retratos de repente llenos de sentido, una mancha en la alfombra que no sé qué quiere decir, yo intento encontrar explicaciones, mensajes, secretos que me negué a escuchar en aquel elefantito de marfil, en aquella máscara de la pared, en el marco sin cristal en el que una niña, que no estoy muy seguro de quién es, usted o su hermana, qué más da

no merece la pena mentir, sé perfectamente que usted

sonríe. Usted con trece o catorce años, una blusita a rayas, la boca que se mantuvo igual a lo largo del tiempo. La frente parecida a la de su madre, lo veo más claro ahora. No se ven las manos, me gustaba ver sus manos pero usted ahora no está y se las ha llevado. ¿Adónde?

Al fondo del patio

(qué estupidez escribir al fondo si el patio es tan pequeño)

el cuarto de la lavadora, de la tabla de planchar, del cesto con la cafetera eléctrica averiada. Hay que subir un escalón, la luz corre a lo largo del tubo fluorescente, vacila antes de fijarse, se fija y una claridad de agua sucia. Oigo la voz de su abuela

-Quien no tiene dinero no tiene alma

y ni abuela ni bastón, la portezuela de la lavadora abierta, nadie. Los domingos, en verano, su padre traía una silla de lona, la acomodaba en el patio y se quedaba allí, con los ojos cerrados, cruzando los pulgares junto a un pequeño arriate de flores cuyo nombre nunca supe. Hace siglos que nadie las riega y se acabaron las flores: unos tallos rígidos, secos, la manguera inútil en el suelo. Era roja y ahora es rosada. Un gato saltó desde la casa del vecino al cuarto de la lavadora donde me observa quieto, con una de las patas suspendida, delicado, curioso. La pata suspendida como el meñique de su madre al coger la taza de té. Y la abuela, mojando la tostada

-Quien no tiene dinero no tiene alma

mirando el mundo con sus gafitas agrias, minuciosas de envidia. De hecho no había mucho dinero y me detengo a imaginar si habría alma. Los mismos zapatos siempre, la misma ropa: ¿es esto el alma, es decir, chaquetas eternas, postergar la pintura de la habitación, el dinero contado y vuelto a contar en la lata del pan? Sacando a la vieja, nadie se quejaba y el reloj por encima del frigorífico, cuya esfera imitaba una olla y las agujas un cuchillo y un tenedor, iba devorando las horas. En lo que a usted respecta las devoró todas, ya que usted ahora no está. Se fue no diré adónde, ni voy a hablar de los coches, ni del cura, ni de nosotros callados: sólo afirmo que no está o, mejor dicho, es la casa quien afirma que no está, la casa la misma y en la que todo ha cambiado. Es curioso cómo su retrato se me antoja otro. El pañuelo en el respaldo, otro. El paquete de cigarrillos con tres cigarrillos dentro, en la cabecera. Toco el paquete y no es papel lo que toco: me gustaría suponer que la toco a usted. La silla de lona de su padre sin nadie, rayas azules y blancas, la forma del cuerpo. A su padre lo veo allí fuera, en la calle, con los pulgares en los bolsillos, quieto, sin interesarse por nada. Ha de venir a la hora de cenar, las personas vienen, ¿no?, sacan la servilleta de la argolla, se sirven. Su madre ordena cosas en el desván, se ha pasado la vida ordenando cosas en el desván. Los párpados de su hermana más gruesos, los labios de vez en cuando trémulos, un susurro perplejo

-Y es esto

mientras se vuelve de espaldas con un encogimiento de hombros. Se le pasará. Se nos pasará a todos, el todo que ha cambiado volverá a ser lo que fue, y entonces la casa, la misma, será la misma. Nosotros comiendo. Nosotros sin usted frente al televisor. Nosotros con más tiempo para el baño sin darnos cuenta de que tenemos más tiempo para el baño. Algún dinero más también y, por consiguiente, un poquito de alma. A su abuela le gustaría. El problema es el retrato, usted con trece o catorce años y blusita a rayas, el retrato que me persigue, me incomoda, por el hecho de que no veo sus manos. Me hastía la falta de manos. Es que a veces apoyaba una de ellas en mi cabeza, afirmaba

-Vamos a tener una casa sólo para nosotros, te lo prometo

afirmaba

-Un día nos iremos de aquí

y yo, como es de imaginar, me alegraba: sobraría, por ejemplo, espacio para un hijo. O un perro. Y usted

-Me gusta que me trates de usted como a las personas ricas

quitándome la alianza antes de apagar la lámpara y sonriendo con la sonrisa de la fotografía

-Ahora vamos a hacer cuenta de que no estamos casados, ¿qué te parece?

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